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dimecres, 30 d'agost

La plenitud de la señorita Brodie

Muriel Spark

la plenitud de la señorita Brodie -Dentro de este frasco hay pólvora suficiente como para volar la escuela -dijo la señorita Lockhart sin alterar la voz.

Estaba de pie detrás de su mesa de trabajo, con la bata blanca de lino, sujetando con las dos manos un frasco de cristal, lleno en sus tres cuartas partes de pólvora gris. Se hizo el silencio. Eso era lo que ella esperaba, porque siempre iniciaba la primera clase de ciencias con esas palabras y con la pólvora delante de ella, y la primera clase de ciencias no era una clase propiamente dicha, sino la presentación de los objetos más impresionantes que había en el aula. Todas las miradas estaban fijas en el frasco. La señorita Lockhart lo levantó y lo metió con mucho cuidado en un armario que contenía recipientes similares, llenos de cristales y de polvos de colores diversos.

-Aquí tenéis unos mecheros Bunsen, esto es un tubo de ensayo, esto es una pipeta, esto es un crisol, aquí tenéis una bureta...

De esa manera, consolidaba su sacerdocio misterioso. Era, con diferencia, la profesora más encantadora de la escuela secundaria, aunque todas las profesoras de secundaria eran las más encantadoras del colegio. Se trataba de una vida totalmente nueva. Casi podría decirse que se trataba de una escuela nueva. Allí no había maestras flacas como la señorita Gaunt ni como ninguna de las muchas otras que, cuando se cruzaban con la señorita Brodie por los pasillos, le daban los buenos días con una sonrisa forzada. Allí las profesoras parecían no prestar atención a la personalidad de nadie y centrarse exclusivamente en su especialidad, ya fuesen las matemáticas, el latín o la ciencia. Trataban a las nuevas alumnas no como si fuesen de carne y hueso, sino más bien como meros entes a los que tenían que educar, como meros símbolos algebraicos, y, al principio, aquello resultó un soplo de aire fresco para las alumnas de la señorita Brodie. Durante la primera semana, también les parecieron maravillosos los planes de estudio de aquellas asignaturas nuevas y deslumbrantes, así como el ajetreo de ir y venir de un aula a otra según fuese la clase que correspondía. Ahora tenían los días ocupados con formas y sonidos con los que no estaban familiarizadas y que estaban disociados, como por arte de magia, de la vida normal y corriente: los grandes triángulos y circunferencias de la clase de geometría, los jeroglífico del griego escrito y los curiosos silbidos y siseos de alguno los sonidos griegos que salían de los labios de la profesora.

Después de varias semanas, cuando se les reveló el significado de aquellos sonidos y letras, la sensación festiva de la primera semana de clase había caído ya en el olvido. El griego ya no consistía en una sucesión de silbidos y siseos y mensarum no era ya una palabra sacada de unos versos absurdos. La rama moderna, hasta el tercer curso de secundaria se distinguía de la clásica sólo por las lenguas. Las niñas de la rama moderna estudiaban alemán y español, idiomas que, al repasarlos entre clase y clase, producían el sonido desconcertante de emisoras extranjeras al girar el dial. Una mademoiselle de pelo negro ensortijado, que llevaba una bata de rayas con gemelos auténticos, pronunciaba el francés un acento que siempre sonaba impostado. En el aula de ciencias se mezclaban los olores: olía igual que Canongate cuando lo visitaron aquel día de invierno con la señorita Brodie, olía también a la flama de los mecheros Bunsen, así como a las dulces ráfagas de humos otoñales procedentes de las fogatas de hojas secas que se hacían antes de que llegasen las primeras nevadas. Allí, en el aula de ciencias -que no podía ser definida en rigor como laboratorio- a las lecciones se las denominaba experimentos, lo que daba a todas la impresión de que ni siquiera la señorita Lockhart sabía cuál iba a ser el resultado, y temían que en mitad de uno de tales experimentos la escuela volara hecha pedazos por los aires.

Durante aquella primera semana, llevaron a cabo un experimento que consistía en introducir magnesio en un tubo de ensayo y calentarlo con el mechero Bunsen. Al final, desde diferentes zonas de la clase, grandes llamaradas blancas de magnesio salían de los tubos de ensayo y eran atrapadas en otros recipientes de cristal dispuestos para tal fin. Mary Mac-gregor se asustó y salió corriendo por el pasillo que quedaba entre dos de las mesas, pero, de repente, se topó con otra llama blanca, se dio la vuelta, siguió corriendo y se encontró ante otra brillante lengua de fuego. Corría, presa del pánico, de un lugar a otro entre las mesas de trabajo, hasta que consiguieron detenerla y la tranquilizaron. La señorita Lockhart le dijo que no se comportase de esa manera estúpida, aunque ya había experimentado la exasperación de mirar la cara de Mary -aquellos dos ojos, aquella nariz, aquella boca- sin que se le ocurriera decirle otra cosa.

Años más tarde, en una ocasión en que Rose Stanley fue a visitar a Sandy y se pusieron a hablar de la difunta Mary Mac-gregor, Sandy confesó:

-Cuando me tratan con crueldad, siento no haber tratado mejor a Mary.
-¿Cómo íbamos a saberlo? -le preguntó Rose...

Muriel Spark, La plenitud de la señorita Brodie. Traducció: Sílvia Barbero. Editorial Pre-Textos. pgs (103-106)

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